viernes, 30 de julio de 2010

Diana Krall no se entrega en Madrid

Aprovechando mi visita madrileña para ver el Simon Boccanegra que comenté en la entrada anterior, me pasé la noche del 26 de agosto por el escenario Puerta del Ángel (un graderío al aire libre en la Casa de Campo) para asistir al recital que ofrecía Diana Krall dentro de su gira veraniega para promocionar su último disco, Quiet Nights. Empezó con cuarenta minutos de retraso, por lo que -pese al digno trabajo de los teloneros- el público andaba comprensiblemente mosqueado. Así se lo hicieron saber algunos a la artista en cuanto apareció. Esta no hizo el menor caso –una breve disculpa hubiera sido más que conveniente- y la tirantez entre la diva y el respetable terminó marcando la noche.

En cualquier caso me atrevo a aventurar –no soy precisamente un experto en este género- que fue un buen concierto. La voz de la canadiense ha perdido un poco de esmalte y adquirido cierta aspereza, lo que a mi juicio le viene muy bien a su repertorio. Al piano muestra gran solvencia. Pero ni su voz ni su desenvoltura al teclado me parece que sean determinantes, porque su arte reside en algo que está mucho más allá: en la capacidad para hacer suyas melodías de la más diversa procedencia (escuchamos desde “La Chica de Ipanema” hasta el “I've grown accustomed to her face” de My fair Lady), en la exquisita musicalidad que muestra en todo momento, en sus sutiles inflexiones expresivas, en la capacidad para matizar en el punto justo de dulzura sin pasarse de la raya en el azúcar y, por descontado, en su admirable sentido del ritmo y del swing.

Hay aún algo más. Diana Krall, como los buenos músicos del jazz y al contrario que algunos divos del mundo de la clásica, es consciente de que para lucir su arte es mucho mejor rodearse de gente con talento igual o superior a ellos mismos. En la velada madrileña hizo un magnífico trabajo de equipo –nunca quiso robar protagonismo- con sus tres fabulosos compañeros: el brillantísimo e imaginativo bajo de Robert Hurst, la batería siempre en su punto de Karriem Riggins y la guitarra llena de sutileza de un inspiradísimo Anthony Wilson. Disfruté muy especialmente de la versión que con visible complicidad se montaron de Cheek to cheek, aunque ahí quedó la cosa. Tras una hora de música –no hubo intermedio- el público comenzaba a marcharse, quizá percibiendo que la artista no terminaba de dar de sí todo lo que podía. El fuerte viento que soplaba en la noche madrileña no contribuía a mejorar las cosas, así que la diva se limitó a ofrecer una sola propina y a marcharse tal y como había llegado, sin mucha simpatía. Creo que la mayoría de los que estábamos allí nos lo pasamos bien, pero también que todos esperábamos más: ese plus de conexión con el público, de entrega y de magia, que no se terminó de producir.

El numerito que –informa la prensa gallega- ha montado en su actuación en el Xacobeo haciendo que los guardias de seguridad revisasen los móviles de los sospechosos de haber tomado fotos termina de confirmar que, además de una artista con admirable talento, Diana Krall es una siesa de mucho cuidado. Qué lástima.

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