martes, 21 de junio de 2011

La Orquesta de Valencia cierra temporada

Dos circunstancias dieron al traste con las ilusiones que me llevaron al concierto con que el pasado viernes 17 de junio la Orquesta de Valencia cerraba temporada. La primera, la sustitución de las Danzas Sinfónicas de Rachmaninov por dos páginas de Tchaikovski de mucho menor interés, el Capricho Italiano y la insufrible Obertura 1812. La segunda, que como la tarde anterior me desplacé hasta Baeza para escuchar a Pascal Rogé (enlace) y me acosté tarde, el cansancio acumulado pudo conmigo durante la primera parte del concierto. Como además la refrigeración del Palau de la Música dejaba muchísimo que desear, no disfruté casi nada de la interpretación de Las campanas, una obra maestra que pocas veces se hace, seguramente porque no es fácil encontrar tres solistas vocales y un coro que se defiendan bien en ruso.

En cualquier caso más o menos me enteré -y tomé notas- de cómo estuvo la interpretación: muy digna. Yaron Traub parece entender bastante bien el universo de Rachmaninov, ofreciendo el decadentismo necesario sin caer en blanduras ni amaneramientos, al tiempo que hace sonar a la orquesta con el punto justo de equilibrio entre rusticidad y elegancia. Si algo hubo que reprochar fue que el primer movimiento incurriera en excesos decibélicos y que el tercero resultara algo masivo y un tanto de cara a la galería. Muy sensual el segundo, y bien el cuarto a pesar de que la magia que debe tener su acongojante conclusión no hiciera acto de presencia.

Entre los solistas hubo desigualdades: al tenor Donald Litaker apenas se le escuchaba en tercera fila (imaginen más lejos), mi admirada Elena de la Merced lució un timbre muy esmaltado (sin evidenciar sus habituales durezas en el agudo) y el joven bajo Denis Sedov realizó una irreprochable labor en su expresivamente muy comprometida parte. El Orfeón Universitario de Valencia salió además más que airoso, así que el público valenciano pudo conocer en buenas condiciones una obra a la que se le debería prestar muchísima más atención. Justamente lo que no ha hecho quien preparó el programa de mano: la ausencia de traducción de los textos cantados (de Edgar Allan Poe, nada menos) resulta imperdonable.

En la segunda parte, quien esto suscribe mucho más despejado y los músicos de la orquesta ya sin sus chaquetas (deberían haberles dado permiso para quitárselas antes: con esa calor no se puede trabajar), Yaron Traub optó por la comunicatividad antes que por el refinamiento. El Capricho Italiano estuvo llevado con buen pulso, mucha vida y una gran dosis de brillantez y luminosidad; los matices en la dinámica y la imaginación estuvieron ausentes. En cuanto a la 1812, en la que los violines primeros chirriaron en algún momento de manera considerable, hay que elogiar el buen equilibrio de planos y la sabiduría del maestro israelí a la hora de evitar blanduras en las secciones líricas. El final, entusiasta a más no poder pero no descontrolado, incluyó cañonazos pregrabados que hicieron levitar al respetable: ya se sabe lo que a los valencianos les gusta una buena mascletá.

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