lunes, 17 de diciembre de 2012

El juramento, de Gaztambide, en la Zarzuela

Si el Macbeth de Verdi por Tcherniakov del pasado viernes en el Real madrileño fue un ejemplo de cómo una mala puesta en escena puede cargarse una obra rebosante de genialidad, El juramento que vi el sábado 15 de diciembre en el Teatro de la Zarzuela demostró hasta qué punto la excelencia de una producción escénica y el alto nivel global de la interpretación musical puede lograr que disfrutemos a tope de una obra de segunda como es esta de Joaquín Gaztambide que se estrenó en 1858 en el mismo coliseo de la calle Jovellanos.


Partitura, en cualquier caso, escrita con técnica y buen gusto, con mucho salero en más de un momento, deudora del mundo donizettiano sin que se note el pastiche y de apreciable e incluso muy alta inspiración en alguno de sus números. Huelgan las comparaciones con lo que por la misma época hacían unos señores llamado Giuseppe Verdi y Richard Wagner, claro está, pero desde luego esta página del compositor navarro me parece muy superior a otras soporíferas recuperaciones que he tenido que soportar en directo, como el Quijote de Manuel García o los Amantes de Teruel de Bretón, por mucho que se irriten las personas implicadas más o menos directamente en su exhumación. En esta zarzuela grande (de ópera cómica a la española se la califica muy acertadamente en el programa de mano) hay cierto nivel, y desde luego Pinamonti ha acertado al recuperarla doce años después que que volviera al Teatro de la Zarzuela, porque fuimos muchos los que no pudimos verla en su momento.

Excelencia de la interpretación musical y escénica, decía. Sobre todo de esta última, debería añadir, porque la producción de Emilio Sagi -que conoce así su primera reposición- es de lo mejor que le he visto al desigual regista asturiano: inteligente, creativa al tiempo que respetuosa, ajena por completo a la caspa, resuelta con mucha chispa, magníficamente llevada y trabajada muy a fondo con un conjunto de cantantes que, con sus más y sus menos, rindieron muy bien a nivel teatral. Se beneficia además de una sencilla y agradable escenografía de Gerardo Trotti, de una cuidada iluminación de Eduardo Bravo y de unos soberbios figurines del fallecido Jesús del Pozo. Teatralmente, un disfrute total.

En el foso estaba Miguel Ángel Gómez Martínez, un músico con fama -probablemente merecida- de poseer una técnica soberbia y de ser más aburrido que una ostra. En esta ocasión no evidenció lo segundo, pero sí lo primero: sacó un rendimiento admirable de los discretos cuerpos estables del teatro y -poseyendo buena experiencia en el mundo belcantista- cuidó muy bien a los cantantes. Además, trazó la interpretación con fluidez, naturalidad y exquisito gusto, e incluso en no pocos momentos supo inyectar las dosis de chispa y agilidad necesarias. El coro femenino, eso sí, debería haber cuidado más la dicción.

Del doble elenco congregado para las numerosas funciones, mezclado sin que haya claramente primer y segundo reparto, me tocó quizá la más satisfactoria combinación. Solo flojeó seriamente el barítono Gabriel Bermúdez, antes en el plano vocal que en el escénico, como el protagonista de la función, ese Marqués que, habiendo jurado al rey Felipe V dejarse morir en el campo de batalla como castigo por haber matado a un rival amoroso en duelo, se casa con una joven de origen plebeyo para convertirla en viuda rica y, de este modo, lograr que consientan el matrimonio entre ésta y su mejor amigo. La heroína en cuestión estuvo encarnada por Sabina Puértolas, de la que considero necesario repetir lo que escribí hace años cuando le escuché en La hija del regimiento en el Villamarta:
"Es una soprano ligera de instrumento no grande ni especialmente bello -algo metálico- que conoce sus mejores momentos en los pasajes líricos, exhibiendo una extraordinaria capacidad para el canto ligado y ofreciendo algunos reguladores sensibles. Sabe además ofrecer la dosis justa de extroversión y picardía a su Marie sin caer ni mucho menos en la ñoñería, desenvolviéndose al mismo tiempo con mucha soltura en escena. Pero tiene dos graves problemas en el bel canto: unas agilidades sólo discretas y, sobre todo, una zona aguda tan estridente que llega a resultar insoportable. Si logra resolver estas limitaciones puede realizar una estupenda carrera."
Bueno, pues lo dicho entonces sigue vigente con la importante salvedad de que las agilidades están mejor resueltas y los sobreagudos resultan más brillantes; hay que seguirla, pues. El tercero en discordia -que al final no logra casarse con la chica, porque el matrimonio "de conveniencia" termina enamorándose de verdad- corrió a cargo de David Menéndez, ya presente en la recuperación de 2000, que recibió merecidamente los aplausos más cálidos de la velada (por cierto, elevadísima la media de edad del público) tras recrear con enorme sensibilidad su hermosa romanza del segundo acto, sin duda lo más inpirado de la partitura. Aquí les dejo el YouTube de la anterior ocasión,


Algo más histérica de la cuenta en lo teatral pero en todo caso divertida estuvo María Rey-Joly como la Baronesa, resolviendo de manera satisfactoria las numerosas agilidades que corresponden a su muy belcantista parte. Manuel de Diego -único tenor en este título protagonizado por voces masculinas graves- estuvo bien como el criado Sebastián, y algo parecido se puede decir del Peralta de Javier Galán, que se benefició de una voz muy sonora; irreprochables ambos a nivel teatral. La guinda la puso el Conde del veteranísimo Luis Álvarez, un nombre propio de la zarzuela de las últimas décadas que aún canta de manera solvente -su parte musical es muy breve- y sabe actuar de manera divertidísima sin excederse lo más mínimo.

Total, que aun gustándome Macbeth mucho más que El Juramento, al final me lo pasé mejor con Gaztambide. Cosas de la interprertación.

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