martes, 23 de diciembre de 2014

Roméo et Juliette en el Real: pasarlo bien

Cuando le pregunté a dos amigos si les vería en el Roméo et Juliette que está ofreciendo en versión de concierto el Teatro Real, los dos me dijeron –por separado– exactamente lo mismo: que ni locos iban a escuchar una ópera como esa. Mi postura es bastante menos radical, aunque tampoco soy un gran admirador de la obra de Charles Gounod. En esta partitura hay cosas que me gustan mucho, como la mayor parte del segundo acto o el aria de la poción, junto con otras que no me terminan de enganchar –el dúo final carece de la inspiración de los anteriores– y otras que me interesan más bien poco. Sea como fuere, este título es de esos en los que a uno se le seduce más por la belleza en sí misma que por la intensidad de las emociones, y de las que uno sale antes tarareando las melodías que dándole vueltas a la cabeza; por ende, es comprensible que a algunos les irrite lo que a otros muchos les parece maravilloso.


Confieso que disfruté mucho la noche del sábado 20 –segunda función–, y lo hice porque la interpretación fue de enorme altura. Principal responsable de que esta música sonara a gloria fue Michel Plasson, quien a sus ochenta y un años dio una lección soberana de cómo aunar la ligereza elegante y perfumada tan típicamente francesa con la garra dramática: él mismo ha hablado en alguna entrevista de lo difícil que es encontrar ese equilibrio que, precisamente, en el Real consiguió a las mil maravillas frente a una Sinfónica de Madrid que pocas veces ha sonado mejor. Hubo además en su batuta colorido, brillantez, sentido teatral y una mágica concentración en los momentos de mayor inspiración lírica de la obra; únicamente en el vals de Juliette, rígido y sin sensualidad, defraudó Plasson un tanto, pero eso apenas importó frente a la enorme categoría de su trabajo, que a mi entender se podría calificar de insuperable si no fuera porque existe por ahí el milagro de Yannick Nézet-Séguin en Salzburgo.

Con Roberto Alagna me pasa como con Gounod: a ratos me gusta mucho y a ratos me resulta irritante. A mí me parece que en Madrid estuvo francamente bien de voz, y que sus obvios defectos canoros son los mismos que los de hace quince años, cuando después de un arranque fulgurante en su carrera (pienso en el Don Carlo con Pappano, o en el mismo Roméo con la Vaduva), empezaron los cambios de color, las desafinaciones, los estrangulamientos, la desatención a los matices, los falsetes y los gimoteos innecesarios. De todo ello hubo en la función del sábado, pero insisto en que no es problema de instrumento, sino de técnica y de buen gusto. Dicho esto, reconozco que me resulta difícil resistirme ante la calidad de su instrumento, ante su dominio del estilo –siempre con la levedad, la sensualidad y la morbidez necesarias– y, sobre todo, ante su enorme comunicatividad. Tiene Alagna además mucho magnetismo escénico, y este personaje se lo conoce al dedillo, así que no tuvo ningún problema en triunfar de manera rotunda entre el respetable. Yo también le aplaudí con ganas.

Tras un vals muy insulso –parte de la culpa fue de Plasson–, Sonia Yoncheva nos fue desarmando poco a poco con su voulptuosa voz y su bien controlado temperamento dramático. De menos a más, claramente, pero siempre con apreciable altura. En cualquier caso, como ya se evidenció en su espléndida Violetta en Valencia, aun debe pulir algunos aspectos técnicos, particularmente en lo que a cuestiones “belcantistas” se refiere. También hay que reconocer que aquí su estilo francés no fue ni mucho menos tan certero como el de su colega, aunque en todo momento formaron una pareja con gran sintonía escénica: aunque se trataba de una versión de concierto, todos cantaron sin partitura e interactuaron entre sí con bastante habilidad.

Importante nivel el de los secundarios: Marianne Crebassa (Stéphano), Mikeldi Atxalandabaso (Tybald), Antonio Lozano (Benvolio), Joan Martín-Royo (Mercutio), Damián del Castillo (Paris), Toni Marsol (Grégorio), Laurent Alvaro (Capulet), Roberto Tagliavini (Fray Laurent) y Fernando Radó (Duque) conformaron, con sus más y sus menos, un muy notable equipo. Cameo de lujo de Diana Montague como Gertrude. Entregadísimo y más que notable Coro Intermezzo, siempre bajo la dirección de Andrés Máspero, en sus importantes intervenciones.

A la postre fue una velada en la que todos nos lo pasamos estupendamente. Ustedes ya saben que a mí lo que a mí me gusta en la ópera es sentir otra clase de sensaciones, pero tampoco está nada mal disfrutar de bellas melodías, gozar del puro placer sensorial de escuchar buenas voces, deleitarse con los colores de la orquesta y salir diciendo “qué bonito”. Vamos a reconocerlo: una gran velada musical.

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