viernes, 11 de diciembre de 2015

Brockeback Mountain, la ópera: dos años después

Desde el mismo momento en que Gerard Mortier anunció que el proyecto preparado por él mismo para la New York City Opera –de la que había dimitido– pasaba al Teatro Real, se alzaron voces críticas contra la idea clamando que Madrid no era lugar para presentar una versión operística de la historia de amor entre dos rudos vaqueros de Wyoming ideada en el papel por Annie Proux e inmortalizada en el celuloide por Ang Lee. Argumento ridículo: ¿acaso son más adecuada una historia de abuso de poder y sadomasoquismo ambientada en la corte de Mantua, otra de prostitución de lujo y enfermedad incurable ambientada en París u otra de abuso de jovencitas ambientada en Japón? ¿Cuál es el problema? Ah, claro: a los señores bien vestidos que pagan una pasta para lucirse en su butaca se sienten incómodos ante la homosexualidad. O será, tal vez, que algunos de los operófilos que protestan no quieren ver cómo en el escenario cuentan, a través del género musical que ellos tanto aman, su propia historia de (auto)represión sexual. La ópera, ya se sabe, está para distraerse, no para hacer pensar. Y menos para denunciar.

Brokeback Mountain opera

Pero Gerard Mortier pensaba justo lo contrario y, contra viento y marea, al final logró materializar el proyecto que había partido inicialmente del compositor norteamericano Charles Wourinen, y al que luego se había incorporado la propia Annie Proux. El estreno tuvo lugar hace ahora casi dos años, en enero de 2014, y allí estuvo toda la prensa internacional poniendo al coliseo madrileño en el primer plano operístico (¿da alguien ahora algo por la programación de Matabosch?). También estuve yo en una de las funciones, pero por razones que ahora no hacen al caso no escribí nada en este blog. Lo hago ahora, que he conseguido por buen precio –para curiosos: FNAC de Valencia– el Blu-ray editado, con excelente calidad de imagen y sonido e incluyendo subtítulos en castellano, por el sello BelAir. Y debo reconocer, independientemente de todo lo antedicho, que sigo opinando lo mismo que cuando salí del Real: la idea es muy bonita y se ha materializado en una ópera con cosas interesantes, pero el conjunto se queda a mitad de camino.

Gerard Mortier –ya visiblemente enfermo– afirma en las entrevistas incluidas como apéndice que la ópera es mucho mejor que la película, en exceso edulcorada. Annie Proux dice lo mismo y añade que en su libreto se profundiza mucho más en la historia que en la cinta de Ang Lee. Por su parte, Wourinen se declara fiel a la escritora en la idea de no mostrar el paisaje como algo idílico que enmarca una bella historia de amor, sino como un elemento de amenaza, agresivo, que funciona como un personaje por sí mismo. No hay intención de “hacer bonito”, sino de hurgar en las heridas. Buena idea, pero a mi entender semejante planteamiento no es más que eso, un punto de partida que no hace mejor ni peor el resultado; si, por ende, es un error quejarse por no encontrar en la ópera la belleza formal, el vuelo lírico y la emotividad del celuloide, porque no había intención de que esos elementos estuvieran presentes, también lo es apelar a una presunta mayor profundidad, seriedad o carga dramática de la ópera. Porque no la hay.


¿Responsables? Compositor y libretista. Wourinen utiliza un lenguaje en gran medida serial, lo que no es ni bueno ni malo en sí mismo, pero su capacidad para definir personajes y situaciones, para crear atmósferas y para encoger el corazón del oyente es limitada, de tal modo tras un arranque que promete lo mejor –el oscuro y sobrecogedor tema de la montaña– se alternan momentos atractivos y momentos aburridos en los que la excelencia de la escritura no logra disimular la falta de progresión dramática –las tensiones no se acumulan, las escenas se yuxtaponen sin una lógica musical– ni la ausencia de variedad expresiva. La idea de hacer que el extrovertido Jack “cante” y el muy reservado y reprimido Ennis se limite al sprechgesang para ir soltándose poco a poco es muy buena; la breve intervención del coro como representante de la homófoba comunidad de Wyoming, también. En cuanto al libreto de Annie Proux, no dudo que su relato se mereciera el Pulitzer, pero lo que escribe para el escenario no es más que una correcta función teatral. Todo en su sitio sin nada en especial.

La producción escénica corre a cargo de Ivo Van Hove, con resultados excelentes: sensata y sin provocaciones gratuitas pero ajena a lo rancio y a lo convencional, magníficamente desarrollada y con muchas buenas ideas teatrales. En cuanto a la interpretación musical, la Sinfónica de Madrid funciona con mucha corrección bajo la batuta de Titus Engel, quien sin duda realiza un formidable trabajo desde el punto de vista técnico y expresivo en una partitura que no es precisamente fácil.

El elenco conoce irregularidades. Heather Buck y Hanna Esther Minutillo interpretan bien en lo escénico y lo musical a las dos esposas. Ethan Herschenfeld se muestra muy mediocre en lo vocal en el doble papel de Aguirre y el padre de Alma. Hilary Summers realiza un simpático y fugaz cameo.

¿Y los protagonistas? El tenor Tom Randle hace un digno Jack, y el barítono Daniel Okulitch –norteamericanos los dos– un buen Ennis del Mar, pero que los momentos más emotivos de la velada vengan con la breve aparición de Jane Henschel como la madre de Jack nos hacen intuir que con voces operísticas “de verdad” los resultados hubieran sido superiores. Quizá se debería haber primado ese aspecto en lugar de la denominación de origen a la hora de escoger a los protagonistas, en cualquier caso muy esforzados y convincentes como actores. Lo dicho: un proyecto a medias.

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