jueves, 1 de septiembre de 2016

Liszt y Chopin por Argerich y Abbado: ardor y nerviosismo

Ya desde los primeros acorde del Concierto para piano nº 1 de Liszt, verdaderamente apabullantes, queda claro que a sus veintiséis años de edad la pianista de Buenos Aires tenía su estilo por completo definido. Toque percutivo, agilidad felina en el fraseo, absoluta limpieza digital, asombrosa capacidad para regular el sonido desde fortes atronadores hasta pianísimos cristalinos –los contrastes son marcados– y un temperamento ardiente siempre interesado por resaltar los aspectos más tempestuosos de las partituras que interpreta, pero también una dosis excesiva de nerviosismo y una clara tendencia a dejarse llevar por el mero virtuosismo. Así las cosas, este Liszt se convirte en una desconcertante sucesión de pasajes de una frescura y una electricidad de veras atrayentes con otros
muy exhibicionistas, dichos de cara a la galería, trufados todos ellos con frases de una elegancia y una sensibilidad supremas. En plena sintonía con la artista, la dirección del joven Abbado –treinta y cuatro años– resulta vibrante y extrovertida, atendiendo a subrayar los rasgos mefistolélicos de la partitura pero sabiendo también descender al preciosismo bien entendido. La Orquesta Sinfónica de Londres suena con adecuada rusticidad.


Este registro, que cuenta con una buena toma de sonido –mejor aún en la descarga HD, que es como yo la he escuchado– realizada por los ingenieros de Deutsche Grammophon en marzo de 1968, incluye asimismo el Concierto para piano nº 1 de Frédéric Chopin. Aunque a priori dicha página resulta menos adecuada a la exhibición de temperamento por parte de Argerich, lo cierto es que aquí los resultados son tanto o más convincentes que en Liszt, toda vez que, tras un Allegro maestoso con muchas cosas bellas pero también con más de una frase donde se echa a correr sin detenerse en matices, la artista despliega las mejores esencias chopinianas en un Larghetto desgranado no solo con exquisitez y concentración en el fraseo, sino también con verdadero vuelo poético. El movimiento conclusivo está recreado de manera angulosa y vibrante, pero de nuevo la tendencia al virtuosismo más mecanicista empaña los resultados. La dirección puede que no sea la mejor de las posibles –Andris Nelsons, con Barenboim al piano–, pero ofrece esa mezcla entre temperamento, flexibilidad e imaginación propia del primer Abbado.

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